¿Qué esconde el conflicto entre TAILANDIA y Camboya? Templos, misiles y fantasmas del pasado reavivan TAILANDIA
Estamos en julio de 2025, en la frontera que separa —o más bien cicatriza— a TAILANDIA y Camboya. En el aire flota un olor a tierra removida por las minas y pólvora vieja que nunca termina de disiparse. A esta hora, los F-16 tailandeses ya han cruzado la línea una vez más, despertando a los templos jemer con su estruendo. TAILANDIA aparece en las portadas del mundo, pero en realidad nunca ha dejado de estar allí, entre los riscos de la cordillera Dangrek, donde la Historia se desangra desde hace más de un siglo.
«Un templo puede convertirse en trinchera si lo rodean con mapas ambiguos y orgullos heridos.»
«La gloria jemer y el orgullo siamés no caben en un mismo pedestal.»

El corazón de la disputa no es otro que el templo de Preah Vihear, una joya pétrea que desafía a la gravedad desde un risco y que, como un anciano testarudo, se niega a tomar partido entre sus nietos mal avenidos. No es la primera vez que lo bombardean. Y, si nadie lo remedia, tampoco será la última.
Origen: El reino de Ayutthaya
Las huellas largas del Imperio
Hace siglos, cuando el mundo todavía se movía al ritmo del arrozal y el tambor, el Imperio Jemer extendía su sombra monumental desde Angkor hasta buena parte del Sudeste Asiático. Su huella está grabada en piedra y en la memoria camboyana como el eco de un esplendor irrecuperable. Pero en 1351 apareció Ayutthaya, el germen de lo que sería Siam. Y como en toda buena tragedia asiática, la gloria de uno fue la desgracia del otro. Ayutthaya saqueó Angkor, obligó a la realeza jemer a huir al sur y dejó sembrado el campo de resentimiento que aún hoy brota con fuerza.
Ese resentimiento se alimentó luego con tinta y mapas. Cuando Francia decidió que Camboya sería su protegida, se sentó con Siam a negociar líneas imaginarias sobre colinas reales. En 1904 y 1907, con mapas a escala 1:200,000, se sellaron los destinos. O eso creyeron. Preah Vihear quedó en territorio camboyano, pero el acceso más fácil —la meseta tailandesa— permaneció bajo control siamés. Era una trampa perfecta: el templo era de uno, pero el camino del otro.
Entre guerras coloniales y bombas de museo
La Segunda Guerra Mundial no fue gentil con el Sudeste Asiático. Cuando Francia cayó ante Alemania, Tailandia aprovechó para recuperar provincias y se enzarzó con los galos en una guerra breve y olvidada, pero muy reveladora. Luego llegó Japón, con sus tanques en la playa y acuerdos con firma rápida. Bangkok optó por colaborar, aunque algunos —los del movimiento clandestino Seri Thai— eligieron burlar a los nipones y jugar a dos bandas.
Tras el genocidio jemer y la invasión vietnamita de 1978, Camboya quedó reducida a un tablero donde jugaban otras manos. Tailandia fue la retaguardia de esa partida, acogiendo refugiados, traficando información y recibiendo ayuda de todo aquel que desconfiara del comunismo. Preah Vihear y sus templos hermanos pasaron a ser testigos silenciosos de las correrías guerrilleras, los campamentos, los contrabandos y las traiciones.
«La Historia aquí no se escribe con pluma, sino con dinamita y alambre de púas.»
De la Corte de La Haya al cañón sin retroceso
En 1962, Camboya llevó el caso a la Corte Internacional de Justicia. Ganó. Por nueve votos contra tres, los jueces le concedieron Preah Vihear. Tailandia se retiró del templo, pero no de la idea de que aquel fallo era, en el mejor de los casos, incompleto. La trinchera se mantuvo latente.
La cosa se calentó en 2008, cuando la UNESCO tuvo la feliz ocurrencia de inscribir el templo como Patrimonio Mundial. Las explosiones volvieron a escucharse. En 2011, artillería pesada. En 2013, otro fallo: la CIJ reafirmó que la zona circundante inmediata también era camboyana. Más retiro formal, menos renuncia emocional. En el fondo, ni Nom Pen ni Bangkok olvidaban que el conflicto daba votos.
La herida abierta del 2025
Y entonces llegó mayo de este año. Un soldado camboyano pisó una mina en Chong Bok y todo volvió a empezar. Tailandia cerró pasos, echó al embajador camboyano y desplegó cazas. Nom Pen respondió con cohetes BM-21. El 24 de julio, el rugido de los F-16 fue respondido con lanzaderas y sirenas. Siete muertos civiles. Otra vez.
¿Hasta cuándo? La diplomacia está congelada. La Comisión Conjunta de Fronteras lleva años sin reunirse. La ASEAN hace de celestina sin éxito. China y EE. UU. juegan al tira y afloja con cada estallido. Y mientras, la UNESCO intenta convertir el frente en ruta turística.
Templos que hablan más que los generales
Hay algo trágico y poético en todo esto. Ta Muen Thom, Ta Krapey, Preah Vihear: nombres que suenan a leyenda y que en realidad marcan trincheras de una guerra con forma de orgullo. Son monumentos que deberían unir, no dividir. Pero cada piedra que cae —cada inscripción jemer o bajorrelieve de Vishnú— se convierte en evidencia para una parte y en ultraje para la otra.
Y lo más inquietante es que ambas naciones necesitan este conflicto. Camboya lo usa para blindar al clan Hun, ese linaje que lleva más tiempo en el poder que algunos templos en pie. Tailandia, con sus vaivenes de juntas y populismos, necesita una amenaza externa que distraiga de las revueltas internas. Nada une más que un enemigo común.
Y no nos engañemos: el nacionalismo asiático también tiene banda sonora épica, desfiles y fuegos artificiales.
¿Hay salida? Tal vez. Pero no fácil.
La solución no es técnica; es emocional. Está en desminar no sólo el terreno, sino las memorias. Está en crear un “corredor patrimonial compartido”, donde el turista entre con una cámara y no con miedo. En poner visados conjuntos, trenes art-déco, cafés temáticos en la cima de Preah Vihear y souvenirs jemer vendidos por tailandeses.
Hay planes. Japón y la UE financiarían el desminado. Se habla de marcadores trilaterales. Se dibujan rutas patrimoniales con drones civiles. Pero eso exige una voluntad que de momento se ve eclipsada por los radares militares.
«Sin una frontera común, las ruinas seguirán en guerra.»
Y sin embargo, el futuro cabe en un tren
Quizá algún día una locomotora art déco con vagones de terciopelo y olor a curry lleve viajeros desde Surin hasta Preah Vihear sin que el conductor tenga que mostrar su pasaporte. Quizá entonces los viejos templos vuelvan a escuchar el murmullo de rezos y no el silbido de los cohetes.
El futuro podría estar ahí, entre un ladrillo rosa y una estación ferroviaria de inspiración vintage. Pero sólo si ambas partes entienden que el pasado no es una trinchera: es un legado.
La Historia sigue en marcha. La pregunta es si quieren escribirla con pólvora o con poesía.

