¿Puede una hamburguesa cambiar el futuro del diseño? GOOGIE, la arquitectura que voló demasiado cerca del sol
GOOGIE suena como el nombre de un perro simpático o de una caricatura que olvidamos en los 90, pero no. GOOGIE fue una fiebre, un grito con forma de tejado puntiagudo, una llamarada de neón que iluminó Los Ángeles como si el futuro se vendiera por porciones en un autocine. Fue una fantasía en acero y cristal que nació de un capricho posbélico… y murió, como casi todo lo que arde demasiado rápido, sin que nadie supiera bien por qué.
La arquitectura GOOGIE no fue una moda. Fue un exceso. Un espectáculo. Una excusa para convertir una estación de gasolina en un cohete espacial a punto de despegar. Un día te tomabas un batido de vainilla; al día siguiente, estabas dentro de Los Supersónicos sin darte cuenta.
“Todo lo que tenía que hacer era gritar ‘mírame’ y lo conseguía”.
Pero también fue algo más profundo: la expresión arquitectónica más descarada de un país que acababa de ganar una guerra, que creía en la energía nuclear, los coches con alerones y los niños con helado de tres bolas. Y como todo lo que grita mucho, GOOGIE no duró.
Cuando una cafetería quería ser un ovni
La historia empezó en 1949. El arquitecto John Lautner, discípulo del venerado Frank Lloyd Wright, recibió un encargo aparentemente banal: rediseñar una cafetería en Sunset Boulevard, esquina con Crescent Heights, en West Hollywood. Nada del otro mundo. Pero Lautner tenía otras ideas. Lo que imaginó no era una simple renovación: era una provocación. Tejados inclinados hacia el cielo, acero sobresaliendo como cuchillas, formas que rompían cualquier lógica recta. Y, por supuesto, neón. Mucho neón.
La cafetería se llamaba Googie’s. Sí, de ahí viene todo esto. El nombre lo recogió el crítico Douglas Haskell en un artículo para House and Home en 1952. No fue un elogio, sino una especie de broma condescendiente. Pero la etiqueta pegó. GOOGIE era feo, decía Haskell, pero al menos era libre. Y en medio de la Guerra Fría, esa era una declaración poderosa.
“Es demasiado horrible para ser bueno… pero demasiado libre para ser ignorado”.
La idea era simple y brillante: si conducías por Los Ángeles a toda velocidad en tu flamante Chevrolet, necesitabas algo lo bastante extravagante como para frenar en seco. Y GOOGIE cumplía con creces.
Burger con forma de futuro
GOOGIE es la arquitectura del dame dos cheeseburgers y una visión del mañana. Restaurantes, estaciones de servicio, moteles, parques de atracciones. Todos querían subirse al cohete. Y cuanto más estrambótico, mejor: techos en V, estrellas estallando en las fachadas, boomerangs incrustados en el concreto. El primer McDonald’s con sus arcos dorados de 30 pies de altura fue puro GOOGIE. Las gasolineras de Union 76 parecían naves alienígenas varadas en medio del asfalto.
Las formas eran caprichosas pero tenían un propósito. No era arte por arte. Era arte por ventas. Todo estaba diseñado para ser visto a 60 kilómetros por hora. La arquitectura como clickbait visual, mucho antes de que existiera Internet.
“Si no te detienes por el diseño, al menos baja la velocidad por curiosidad”.
Pero también había algo honesto, casi ingenuo. Como lo explica el historiador Alan Hess, GOOGIE no era una promesa abstracta de un futuro lejano. Era el futuro ya. Podías sentirlo bajo tus pies mientras pedías una soda. No necesitabas ser astronauta para entrar en la era espacial. Bastaba con ir a lavar el coche.
El futuro que duró veinte años
Y como todo sueño de alta velocidad, GOOGIE se desinfló tan rápido como surgió. Llegaron los años 70, y con ellos los tonos tierra, las maderas, la discreción. Las formas geométricas pasaron de moda. El neón fue reemplazado por bombillas amarillas. El optimismo tecnológico se convirtió en resignación burocrática.
Disneyland rediseñó Tomorrowland. McDonald’s abandonó sus arcos voladores por tejados planos y ladrillos marrones. Y la cafetería original, Googie’s, fue demolida para levantar un mini mall. Así de cruel es la modernidad.
“El futuro ya no emocionaba. Habíamos llegado a la Luna, y entonces, ¿qué?”, decía Hess.
Y sí, en 1986, uno de sus diseñadores más prolíficos, Eldon Davis, lo dijo sin rodeos al Los Angeles Times:
“Solo queríamos vender hamburguesas”.
La arquitectura de GOOGIE fue abandonada como un juguete que ya no hace gracia. Se consideró barata, vulgar, infantil. Los nuevos arquitectos la vieron como una broma pasada de moda. Lo irónico es que eso mismo la hace irresistible hoy.
¿Y si el mal gusto fue lo más valiente del siglo?
GOOGIE nunca pidió permiso. No consultó a comités. No temió ser demasiado. Era una carcajada futurista de acero inoxidable. Era la versión arquitectónica de un cómic de ciencia ficción de cinco centavos.
Y eso tiene algo de hermoso, ¿no? En un mundo donde todo tiende a parecerse, GOOGIE se atrevió a ser otra cosa. Puede que hoy sobreviva solo en rincones olvidados de Los Ángeles, o en la silueta de algún rótulo que se niega a apagarse. Pero si miras con atención, aún está ahí.
En el aire que huele a papas fritas. En una gasolinera que parece a punto de despegar. En un motel que promete «Color TV» y desayuno gratis. En una canción vieja. En un recuerdo que nunca viviste.
“El arte no es lo que ves, sino lo que haces que otros vean”
(Edgar Degas)
“Se construyó para vender hamburguesas… y terminó vendiendo sueños”
– arquitecto anónimo, probablemente con mostaza en la camisa
GOOGIE no murió, solo se disfrazó
Hay edificios que se arrastran hasta el olvido y otros que flotan para siempre en la nostalgia. GOOGIE pertenece a la segunda categoría. Fue una locura, un suspiro, un juego de espejos en el que los sueños parecían tangibles.
Así que la próxima vez que cruces por una estación de servicio con techo inclinado o veas una cafetería con una estrella metálica en la entrada, detente un segundo. Respira. Escucha. Quizás aún esté sonando el eco de un futuro que no fue, pero que nos hizo sentir vivos mientras duró.
Y ahora dime:
¿qué arquitectura estás ignorando hoy que mañana podría ser leyenda?